El nombre marca nuestro destino
Cuando escogemos el nombre para un hijo, debemos saber que junto con el nombre le pasamos una identidad. Es por esta razón por la que insistimos en que evitemos los nombres de los antepasados, de antiguos novios o novias, de personajes históricos o novelescos, de artistas, actores, deportistas.
Los nombres que recibimos son como contratos inconscientes que limitan nuestra libertad y que condicionan nuestra vida. Un nombre repetido es como un contrato al que le hacemos una fotocopia, cuando en el árbol genealógico hay muchas fotocopias el nombre pierde fuerza y queda devaluado. Según Alejandro Jodorowsky, el nombre tiene un impacto muy potente sobre la mente. Puede ser un fuerte identificador simbólico de la personalidad, un talismán o una prisión que nos impide ser y crecer.
Hay muchas familias en las que se hereda el nombre o los nombres de generación en generación como un acto de respecto y orgullo familiar, sin darnos cuenta que con ello lo que hacemos es repetir los destinos una y otra vez.
Se podría decir que los nombres tienen una especie de frecuencia que sintoniza con ciertos receptores. Inconscientemente nos sentimos atraídos por cientos nombres que reflejen lo que somos (a veces son exactos y otras veces están ocultos detrás de máscaras, sólo hay similitudes léxicas o fonéticas). Nuestra parte sana y positiva es un receptor que sintoniza con ciertos nombres, porque nos hacen gozar y sentirnos seguros. Nuestra parte enferma y negativa es otro receptor que sintoniza nombres determinados, porque hay una intención inconsciente de resolver el conflicto. Reflexionemos de nuevo en los nombres de lo que hemos atraído a nuestro mundo: El nombre de nuestra pareja, amigos, jefes, profesores, lugares donde vivimos o hemos vivido en determinada época, personas que se cruzan en nuestro camino por “accidente” y se llaman exactamente igual que nuestro padre.
Parece ser que hay una programación inscrita en nuestro nombre, e incluso en nuestro apellido. Según Alejandro Jodorowsky, tanto el nombre como los apellidos encierran programas mentales que son como semillas, de ellos pueden surgir árboles frutales o plantas venenosas. En el árbol genealógico los nombres repetidos son vehículos de dramas. Es peligroso nacer después de un hermano muerto y recibir el nombre de ese hermano no nacido; eso nos condena a ser el otro, nunca nosotros mismos. Cuando una hija lleva el nombre de una antigua novia de su padre, se ve condenada a ser “la novia de papá” durante toda su vida. Un familiar que se suicida convierte su nombre, durante varias generaciones, en vehículo de depresiones.
Nuestro nombre nos tiene atrapados, ahí está nuestra “individualidad”. En los nombres encontramos secretos. Es importante ver cómo funciona el nombre que nos dieron. Algunas cuestiones: Lo primero es saber la persona que nos nombró. ¿Papá?, ¿mamá?, ¿abuelo?, ¿la hermana?, ¿el padrino?… El que nombra, toma poder sobre lo nombrado y no es lo mismo llamarme Juan por mi abuela paterna, si el nombre se le ocurrió a mi padre para repetir el nudo incestuoso, o por mi madre, para ser aceptada en la familia de mi padre, dándole una hija-clon de su suegra.
Metafóricamente, el nombre que nos dan los padres es como un archivo del GPS que nos va indicando caminos digitalizados y guardados en la memoria familiar. Al nacer, nos instalan el archivo y vamos deambulando por el mundo por rutas más o menos pedregosas y abruptas, pero nos sentimos como en casa, porque ya fueron trazadas por el sistema operativo del árbol. Cambiarnos de nombre es arrojar el GPS por la ventanilla del coche y empezar a ver y a recorrer nuevos caminos, conquistar territorios que no habían sido archivados por nuestro árbol.